Challenge

Si tengo que decir la verdad, de estos dos años rescato cosas buenas sólo por instinto de supervivencia. Me enfoco en ese par de momentos luminosos o evasivos, en las risas o las borracheras para no fundir todos mis motores emocionales. Porque, si tengo que decir la verdad, fueron años de golpes. Es cierto que de los golpes se aprende, pero llegado cierto punto una no quiere seguir aprendiendo, sólo quiere dejar de golpearse. Y si tiene algún sentido hacer balances, ese sería el mío.

Si se trata de pedir, por otro lado y porque por qué no, quisiera momentos de poquísima importancia personal. Hacer cosas y pensar cosas y decir cosas que no sirvan para nada, que no sean valiosas ni útiles. Ser vana es un lujo que me doy poco y cuando me lo doy, de alguna manera, es en virtud de todo el otro costado, el de la maquinaria. Ese sería mi resumen o mi pedido, entonces: un poco más de tontera.

Pasa que tengo esta maldición: no sé si tiendo a la lucidez o a las grandes reflexiones, pero sí a la productividad. Transformo todo lo que me gusta en una tarea, algo en lo que debería desempeñarme cada vez mejor, ajustar cosas, estudiar, concentrarme, rendir. Es terrible y deja un margen bien finito para el disfrute. Por eso, por ejemplo, no participo de “challenges” de lectura: porque adoro leer -aunque también sea parte de mis obligaciones laborales-. Lo adoro. Para mí la lectura es un lugar, es mi isla. Y si la contamino de objetivos y ritmo y comparación y redes sociales voy a terminar leyendo casi enteramente cubierta de agua, arriba de la palmera, buscando algún horizonte perdido aunque la perdida sea yo. Curiosamente, en vísperas de fin de año casi siempre pienso más en el pasado que en el futuro. Dónde estoy hoy respecto de dónde estuve antes y no dónde voy a estar.

Pero este año miro para atrás y para adelante y lo único que puedo pensar es que no tengo muchas ganas ni energía para seguir aprendiendo.

Y esto me recuerda un poco a una idea muy de moda últimamente, esa de buscar qué me viene a decir a mí el daño que hizo otro. La entiendo, claro, porque de los golpes se aprende, pero también me agota. ¿No puede el otro haber sido malo y ya? ¿Por qué, además del dolor que siento, me tengo que hacer cargo de eso? Entonces pienso, en relación con esta moda y con los cierres y toda la parafernalia findeañera: casi que el balance me pesa más que el año mismo. Es, para mí, otra presión. Otra cosa con la que cargar.

El mundo está atestado de presiones y de culpa. También de adversidades y problemas. A veces hay variables externas e inevitables que te arruinan los planes, sean cuales sean. Es así. No tuviste nada que ver, no pudiste hacer nada para evitarlo. No te equivocaste y no hay lo que aprender más que eso: que no todo está bajo tu control. Y es probable que estos dos no hayan sido años exactamente maravillosos, o sí, ojalá que para quien esté leyendo sí. Por fortuna es imposible que todos seamos infelices al mismo tiempo, y a veces el bienestar del otro de alguna manera logra contagiarse.

 

Es difícil de explicar, pero pasa. Y sobre mis objetivos: el único objetivo contable, creo yo, es no “cartelear”. Así le decía mi ex novio y me gusta, es como colgarse un cartel que diga equis. Si te quedás para vos las cosas que tenés ganas de concretar, entonces vos sabés cuánto te debés, cuándo redondeás a tu favor o te sumás unos caramelos, y también cuánto te estás robando; en cambio si ventilás le debés, de alguna manera, al resto. Yo, que soy porfiada o estoy amargada, a veces tengo la sensación de que contarle al mundo nuestras resoluciones de fin de año y que el mundo nos cuente las suyas es de alguna manera convertir nuestro futuro en un challenge. Hacer para mostrar. Aunque a nadie le importe, aunque se hayan olvidado.

Es necesario, me parece, que cortemos un poco con la lógica del challenge en todos los aspectos de nuestras vidas. Tengamos metas y relaciones y formas de compartir que tiendan a la suma, a construir pero desde un lugar tranquilo, con los tropezones lógicos del reconocimiento de terreno. Eso me deseo y les deseo a todos, que desaceleremos la compulsión generalizada, que en definitiva es casi enemiga de estar bien.

Terremotos hay por todos lados a toda hora, el challenge es, en todo caso, encontrar momentos o personas o lugares que sean nuestra isla. Un lugar donde frenar y querer quedarse a tontear un rato. Un lugar donde hacer pie.

 

Texto por Juli Habif.

Si tengo que decir la verdad, de estos dos años rescato cosas buenas sólo por instinto de supervivencia. Me enfoco en ese par de momentos luminosos o evasivos, en las risas o las borracheras para no fundir todos mis motores emocionales. Porque, si tengo que decir la verdad, fueron años de golpes. Es cierto que de los golpes se aprende, pero llegado cierto punto una no quiere seguir aprendiendo, sólo quiere dejar de golpearse. Y si tiene algún sentido hacer balances, ese sería el mío.

Si se trata de pedir, por otro lado y porque por qué no, quisiera momentos de poquísima importancia personal. Hacer cosas y pensar cosas y decir cosas que no sirvan para nada, que no sean valiosas ni útiles. Ser vana es un lujo que me doy poco y cuando me lo doy, de alguna manera, es en virtud de todo el otro costado, el de la maquinaria. Ese sería mi resumen o mi pedido, entonces: un poco más de tontera.

Pasa que tengo esta maldición: no sé si tiendo a la lucidez o a las grandes reflexiones, pero sí a la productividad. Transformo todo lo que me gusta en una tarea, algo en lo que debería desempeñarme cada vez mejor, ajustar cosas, estudiar, concentrarme, rendir. Es terrible y deja un margen bien finito para el disfrute. Por eso, por ejemplo, no participo de “challenges” de lectura: porque adoro leer -aunque también sea parte de mis obligaciones laborales-. Lo adoro. Para mí la lectura es un lugar, es mi isla. Y si la contamino de objetivos y ritmo y comparación y redes sociales voy a terminar leyendo casi enteramente cubierta de agua, arriba de la palmera, buscando algún horizonte perdido aunque la perdida sea yo. Curiosamente, en vísperas de fin de año casi siempre pienso más en el pasado que en el futuro. Dónde estoy hoy respecto de dónde estuve antes y no dónde voy a estar.

Pero este año miro para atrás y para adelante y lo único que puedo pensar es que no tengo muchas ganas ni energía para seguir aprendiendo.

Y esto me recuerda un poco a una idea muy de moda últimamente, esa de buscar qué me viene a decir a mí el daño que hizo otro. La entiendo, claro, porque de los golpes se aprende, pero también me agota. ¿No puede el otro haber sido malo y ya? ¿Por qué, además del dolor que siento, me tengo que hacer cargo de eso? Entonces pienso, en relación con esta moda y con los cierres y toda la parafernalia findeañera: casi que el balance me pesa más que el año mismo. Es, para mí, otra presión. Otra cosa con la que cargar.

El mundo está atestado de presiones y de culpa. También de adversidades y problemas. A veces hay variables externas e inevitables que te arruinan los planes, sean cuales sean. Es así. No tuviste nada que ver, no pudiste hacer nada para evitarlo. No te equivocaste y no hay lo que aprender más que eso: que no todo está bajo tu control. Y es probable que estos dos no hayan sido años exactamente maravillosos, o sí, ojalá que para quien esté leyendo sí. Por fortuna es imposible que todos seamos infelices al mismo tiempo, y a veces el bienestar del otro de alguna manera logra contagiarse.

Es difícil de explicar, pero pasa. Y sobre mis objetivos: el único objetivo contable, creo yo, es no “cartelear”. Así le decía mi ex novio y me gusta, es como colgarse un cartel que diga equis. Si te quedás para vos las cosas que tenés ganas de concretar, entonces vos sabés cuánto te debés, cuándo redondeás a tu favor o te sumás unos caramelos, y también cuánto te estás robando; en cambio si ventilás le debés, de alguna manera, al resto. Yo, que soy porfiada o estoy amargada, a veces tengo la sensación de que contarle al mundo nuestras resoluciones de fin de año y que el mundo nos cuente las suyas es de alguna manera convertir nuestro futuro en un challenge. Hacer para mostrar. Aunque a nadie le importe, aunque se hayan olvidado.

Es necesario, me parece, que cortemos un poco con la lógica del challenge en todos los aspectos de nuestras vidas. Tengamos metas y relaciones y formas de compartir que tiendan a la suma, a construir pero desde un lugar tranquilo, con los tropezones lógicos del reconocimiento de terreno. Eso me deseo y les deseo a todos, que desaceleremos la compulsión generalizada, que en definitiva es casi enemiga de estar bien.

Terremotos hay por todos lados a toda hora, el challenge es, en todo caso, encontrar momentos o personas o lugares que sean nuestra isla. Un lugar donde frenar y querer quedarse a tontear un rato. Un lugar donde hacer pie.

Si tengo que decir la verdad, de estos dos años rescato cosas buenas sólo por instinto de supervivencia. Me enfoco en ese par de momentos luminosos o evasivos, en las risas o las borracheras para no fundir todos mis motores emocionales. Porque, si tengo que decir la verdad, fueron años de golpes. Es cierto que de los golpes se aprende, pero llegado cierto punto una no quiere seguir aprendiendo, sólo quiere dejar de golpearse. Y si tiene algún sentido hacer balances, ese sería el mío.

Si se trata de pedir, por otro lado y porque por qué no, quisiera momentos de poquísima importancia personal. Hacer cosas y pensar cosas y decir cosas que no sirvan para nada, que no sean valiosas ni útiles. Ser vana es un lujo que me doy poco y cuando me lo doy, de alguna manera, es en virtud de todo el otro costado, el de la maquinaria. Ese sería mi resumen o mi pedido, entonces: un poco más de tontera.

Pasa que tengo esta maldición: no sé si tiendo a la lucidez o a las grandes reflexiones, pero sí a la productividad. Transformo todo lo que me gusta en una tarea, algo en lo que debería desempeñarme cada vez mejor, ajustar cosas, estudiar, concentrarme, rendir. Es terrible y deja un margen bien finito para el disfrute. Por eso, por ejemplo, no participo de “challenges” de lectura: porque adoro leer -aunque también sea parte de mis obligaciones laborales-. Lo adoro. Para mí la lectura es un lugar, es mi isla. Y si la contamino de objetivos y ritmo y comparación y redes sociales voy a terminar leyendo casi enteramente cubierta de agua, arriba de la palmera, buscando algún horizonte perdido aunque la perdida sea yo. Curiosamente, en vísperas de fin de año casi siempre pienso más en el pasado que en el futuro. Dónde estoy hoy respecto de dónde estuve antes y no dónde voy a estar.

 

Pero este año miro para atrás y para adelante y lo único que puedo pensar es que no tengo muchas ganas ni energía para seguir aprendiendo.

Y esto me recuerda un poco a una idea muy de moda últimamente, esa de buscar qué me viene a decir a mí el daño que hizo otro. La entiendo, claro, porque de los golpes se aprende, pero también me agota. ¿No puede el otro haber sido malo y ya? ¿Por qué, además del dolor que siento, me tengo que hacer cargo de eso? Entonces pienso, en relación con esta moda y con los cierres y toda la parafernalia findeañera: casi que el balance me pesa más que el año mismo. Es, para mí, otra presión. Otra cosa con la que cargar.

El mundo está atestado de presiones y de culpa. También de adversidades y problemas. A veces hay variables externas e inevitables que te arruinan los planes, sean cuales sean. Es así. No tuviste nada que ver, no pudiste hacer nada para evitarlo. No te equivocaste y no hay lo que aprender más que eso: que no todo está bajo tu control. Y es probable que estos dos no hayan sido años exactamente maravillosos, o sí, ojalá que para quien esté leyendo sí. Por fortuna es imposible que todos seamos infelices al mismo tiempo, y a veces el bienestar del otro de alguna manera logra contagiarse.

 

Es difícil de explicar, pero pasa. Y sobre mis objetivos: el único objetivo contable, creo yo, es no “cartelear”. Así le decía mi ex novio y me gusta, es como colgarse un cartel que diga equis. Si te quedás para vos las cosas que tenés ganas de concretar, entonces vos sabés cuánto te debés, cuándo redondeás a tu favor o te sumás unos caramelos, y también cuánto te estás robando; en cambio si ventilás le debés, de alguna manera, al resto. Yo, que soy porfiada o estoy amargada, a veces tengo la sensación de que contarle al mundo nuestras resoluciones de fin de año y que el mundo nos cuente las suyas es de alguna manera convertir nuestro futuro en un challenge. Hacer para mostrar. Aunque a nadie le importe, aunque se hayan olvidado.

Es necesario, me parece, que cortemos un poco con la lógica del challenge en todos los aspectos de nuestras vidas. Tengamos metas y relaciones y formas de compartir que tiendan a la suma, a construir pero desde un lugar tranquilo, con los tropezones lógicos del reconocimiento de terreno. Eso me deseo y les deseo a todos, que desaceleremos la compulsión generalizada, que en definitiva es casi enemiga de estar bien.

Terremotos hay por todos lados a toda hora, el challenge es, en todo caso, encontrar momentos o personas o lugares que sean nuestra isla. Un lugar donde frenar y querer quedarse a tontear un rato. Un lugar donde hacer pie.

 

Texto por Juli Habif.

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