La vida privada de los artistas no me interesa; lo único que busco cuando leo una entrevista a alguien a quien admiro por lo que crea es información sobre sus procesos. No es algo fácil de obtener: no porque la gente guarde secretos, sino porque casi todos nos mentimos a nosotros mismos. Nos armamos historias místicas sobre nuestros métodos, nuestros rituales; caemos en la trampa narcisista de pintar la imagen del artista con el que fantaseamos, el que toma mucho café, el que escribe de noche, el que se va a un bosque perdido o pone música clásica “para concentrarse”. Pero la pregunta por cómo escribir se ha resignificado en el último año, y creo que hasta el más romántico está intentado sincerar su respuesta:
¿Cómo trabajar en algo bello e inútil en medio del caos, la enfermedad y la destrucción? Lo vengo pensando yo también, tanto las semanas en que lo logro como aquellas que terminan sin haberme dejado nada claro.
A riesgo de caer en el romanticismo del que quiero distanciarme, tengo que decir que para mí la creación es necesariamente misteriosa, como todo lo que tiene que ver con la urgencia: el deseo es opaco sobre todo para quien lo experimenta. Hay un núcleo oscuro, un lugar del cuerpo donde vive el hambre de lo nuevo (de los nuevos amantes, de los nuevos amigos, de las nuevas obras) al que no se puede llegar con la voluntad, no se puede llegar más que perdiéndose.
Y pienso que es por eso que a veces una se encuentra escribiendo con pasión febril (escribiendo, diseñando, pintando, cantando, resolviendo teoremas, lo que sea) en los momentos más inesperados: estando enferma, sin trabajo, habiendo perdido un ser querido, en medio de un divorcio, en medio de una pandemia. Del mismo modo, esas semanas en que organizás todo para “sentarte a pensar”, es perfectamente probable (me ha pasado muchas veces) que te quedes dura delante de la página en blanco. A veces es el caos, la sangre moviéndose, lo que te recuerda porque es importante hacer cosas que no parecen importantes.
Estoy de acuerdo en que la inspiración tiene que encontrarte trabajando; pero trabajando, me parece, tiene que entenderse en muchos sentidos, en especial cuando se trata de trabajo creativo. Las semanas en que la realidad se me hace demasiado pesada y no encuentro mi hambre por ninguna parte, por ejemplo, yo prefiero no insistir: resuelvo con lo que tengo en el cuerpo en ese momento las entregas inamovibles (muy importante: aprender a resolver incluso cuando la inspiración no llega, y aprender a vivir con la idea de que quizás la columna de esta semana no es la mejor, pero la semana que viene se escribe otra, y quizás esta entrega de guion es un un 8 y no un 10 pero para eso lo reescribimos tres veces) y el resto del tiempo que debería dedicar a escribir lo dedico a alimentarme.
Escucho música, mucha música. Leo. Camino. Converso con mis amigos, trato de escuchar sus historias, sus intereses, sus deseos, empaparme de sus mundos. Trabajar, en el sentido creativo, no es solo producir, no es solo exponer: no es solo hacer cosas que pueden mostrarse, verse desde afuera. Es también construir lugares en la mente. Me acuerdo de una metáfora que usaba una profesora de canto que yo tenía de adolescente: ella decía que los cantantes, a diferencia de cualquier otro instrumentista, tienen que construir su instrumento. Para eso hay que reconocer dentro del cuerpo lugares que no se pueden ver, armar espacios que no están y que son difíciles de reconocer pero que son imprescindibles para hacer pasar el aire y sostener la voz.
Lo único que yo diría distinto es que estoy casi segura de que los instrumentistas (igual que los escritores, los cineastas, los bailarines o los diseñadores) también tienen que enfrentarse a ese mismo desafío, construir lugares donde pueden pasar cosas.
Texto por Tamara Tenenbaum
Me encantó lo de trabajar en algo inútil. No hay trabajos inútiles, todo tiene un motivo. El arte comunica lo que no se dice en palabras, comunica con movimiento, color y sonido.
Una Tamara Tenenbaum para cada domingo a la tardecita, por favor 💜