Durante años, para las que hoy rondamos los 30, Britney representó (salvando alguna distancia no tan grande como podría parecer) lo que Marilyn Monroe representó para la mujeres los años ’50: el epítome absoluto de su femineidad. No se trataba de su voz (como lo de Marilyn no fue nunca un tema de actuación) sino de algo mucho más difícil de nombrar, un encanto y un magnetismo que, imaginábamos, eran capaces de abrir todas las puertas y los corazones del universo.
Hablo de lo que Britney producía específicamente en las chicas heterocis (o en los varones gays, aunque el modo en que Britney se vuelve ícono para ellos es mucho más especial y específico) y no de lo que podía producir en los varones heterocis porque creo que las mujeres encantadoras nos importan mucho más a nosotras que a ellos: somos nosotras las que creemos que, con esa magia y esa seducción, con esa sonrisa y esa actitud, seríamos infinitamente felices y no nos faltaría nada ni nadie.
Marilyn tuvo un final trágico y misterioso; la historia de Britney no termina, pero también viene siendo trágica y misteriosa. En ambos casos, lo que se revela es que detrás de esas máquinas de enamorar hubo siempre algo frágil, igual que detrás de los demás mortales que vamos por el mundo tratando de organizar nuestras vidas. Es una revelación que puede ser dolorosa, incluso para nosotros los espectadores: aunque nuestras vidas sean complicadas y quebradizas, la sensación de que existe un Olimpo de celebrities a las que todo se les arma como un cuento de hadas es a veces una tranquilidad, un horizonte: nos da fuerzas para seguir persiguiendo el sueño del consumo, de la vida ordenada, de la belleza hegemónica, de la existencia bien hecha.
Descubrir que incluso detrás de las vidas más ideales y las mujeres más deseadas puede haber mucha oscuridad y mucha tristeza genera una especie de satisfacción (ella también, ella tampoco) pero también es un peligro, es una amenaza. En el siglo XXI, además, la historia de una Britney que cae de la cima del mundo a una tutela en la que ni siquiera puede manejar su propio auto o elegir su propio método anticonceptivo genera un conflicto particular: en una era que le canta a las mujeres empoderadas, parece que no supiéramos qué hacer con las que se rompen, con las que necesitan algo más que a ellas mismas y su propia fuerte, las que padecen, las que piden un tiempo, las que no pueden sostener la performance 24 horas al día.
Los medios decidieron muy rápidamente su estrategia: iban a hacer de ella un payaso, un objeto de burla y de lástima. La audiencia, que a veces es mucho más sutil de lo que los propios medios suponen, eligió otra cosa. Así apareció el movimiento #FreeBritney, que definitivamente tuvo influencia en la posterior remoción del padre de Britney de su custodia. Sin todo este ruido mediático, Britney tal vez nunca hubiera logrado ser escuchada.
Ese es un auténtico final feliz: no como los de los cuentos de Disney, que proponen felicidad firme y eterna, sino como los de la vida real, con soluciones provisorias y movedizas que no borran el pasado, pero que representan conquistas verdaderas.
De este lado de la historia, podemos volver a escuchar esa música y a mirar esos videos con otros anteojos: jamás volveremos a escuchar a Britney sin pensar en todo lo que le pasó después, ni a verla bailar en esos videos increíbles sin recordar todo lo que tuvo que atravesar ese cuerpo que en los tempranos 2000 casi parecía de realidad virtual; pero quizás no sea algo malo. Casi todo lo que de adolescentes pensamos que sería simple terminó siendo dificilísimo, y eso no lo hizo peor: esa chica que parecía mágica terminó siendo una persona metida en mil laberintos que salió de ellos rota, pero entera. En el fondo, no hay nada más mágico que eso.
Texto por Tamara Tenenbaum